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LEYENDA DE LA LAGUNA VACARES

          Hace tiempo que el cortijo de los Lirios y del Peñoncillo, fueron abandonados por sus moradores, pero en la Cuesta del Calvario, camino de Tréveles, en el lugar conocido ahora como Refugio de La Cucaracha, vivían pastores como Los Asensios, que mantuvieron la memoria de la Sierra legada por sus ancestros. En 1931 un doctor Granadino Fidel Fernández recorría estos insólitos lugares, compartiendo el ocaso de los últimos serranos que aun moraban en chozas y covachas dispersados por la Sierra.

          Fueron tiempos de miedos y leyendas cuando aun el alto Genil era un Valle misterioso , de tesoros e infiernos. Como ya no queda nadie que como a Fidel le cuente al oido la Misteriosa leyenda de la laguna de Vacares, entre los abismos de la sierra, he aquí el manifiesto de lo acontecido:

          En tiempo de moros, hubo en las alturas de Sierra Nevada un espléndido palacio, rodeado de bellísimo jardín. Eran de mármol y serpentina las solerías, y de estucos y alicatados, como los bellos aposentos de la Alhambra , las paredes. En los patios, brotaban surtidores de aguas olorosas, y los
muros desaparecían bajo ricas telas bordadas con hilos de oro, y con perla, amatistas y rubíes. Entre las flores del jardín , veíanse los más bellos pájaros del mundo, y espesas arboladas se prolongaban hasta un lejano cerco de montañas, manteniendo el palacio aislado y oculto a la curiosidad de los mortales.

          Allí vivía una bellísima princesa, cuyo padre, el Rey moro de Granada, la sometió recién nacida al estudio de los sabios, mandándoles descifrar el “destino” de la niña en el libro de los astros. El horóscopo anunció que la princesa moriría al conocer el “amor”, y el Rey, queriendo oponerse a la fatal sentencia, fabricó un palacio en el sitio más inaccesible de la Sierra, mandando que nadie se acercase a aquel lugar, donde la encerró bajo la vigilancia de una mujer de confianza: la discreta Kadiga, de los cuentos Alhambreños.

          Pasaron los años, y la niña llegó a hacerse mujer, sin conocer más mundo que el que contenía aquel marco de montañas, ni más personas que las esclavas encargadas de su servicio. Un tenebroso subterráneo, cuya entrada era un misterio para todos, permitía al Rey visitar de vez en cuando aquel paraje inaccesible, y ver desde lejos a su hija, cuando oculto en la espesura la miraba pasar por los laberintos del jardín.

          Hallábase un día Cobayda –que así se llamaba la princesa- recreándose en los bosques que limitaban el recinto de la morada, cuando apareció entre los árboles un arrogante caballero vestido de ricas vestiduras, que habiéndose perdido en la montaña, vagaba de valle en valle sin encontrar el camino que le condujera a la ciudad.

          La princesa, que nunca había visto más que en sueños una figura varonil, sintió intensa emoción ante aquel joven tan apuesto, que aparecía radiante de hermosura. El doncel, por su parte, recibió también el flechazo del amor, y desde entonces, y aprovechándose de la confiada seguridad en que vivían Kadiga y sus esclavas, salía todas las noches la princesa para encontrar al joven vestido de azul, que por ocultos caminos llegaba a las frondosas alamedas del jardín.

          Tornosé alegre y animado el carácter antes triste y melancólico de Cobayda. Despertó este cambio el recelo de Kadiga, y puesta en vigilante acecho confirmó sus temores, sorprendiendo el tierno idilio de la enamorada pareja.

          Monto en cólera el Sultan al conocer la noticia, y queriendo comprobarla por si mismo, pudo oír cierta noche, emboscado entre los árboles, las palabras de amor que el hermoso joven deslizaba junto al oído de la enamorada doncella.

          Ciego de ira, el rey moro al ver defraudadas sus esperanzas y creyendo impedir con el rudo golpe el designio de los astros, se lanzó, furioso, contra la feliz pareja. Un relámpago brilló en aquel momento sobre el alfanje damasquino del Sultán, y la cabeza del doncel rodó largo trecho por el suelo, hasta quedarse convertida en una piedra negruzca, que aún puede reconocerse fácilmente. La Princesa, asustada por aquella terrible aparición, quedó convertida en hielo, y de sus ojos brotaron tantas lágrimas que bastaron para llenar el valle y convertirlo en un lago salado –la Laguna de Vacares-, que cubrió con sus amargas hondas el palacio, el valle y el jardín. El Rey aterrado por la desesperación de aquella hija predilecta, quiso huir, pero no pudo: se había convertido en una enorme roca que sigue enhiesta junto a la Laguna, y gime y brama cuando en las noches de furioso temporal la atenazan el remordimento y el dolor.



          El Jardín de la Princesa Cobayda, (Fidel Fernández , Sierra Nevada, 1931)




Para el blog transcripción de: Alfonso Giménez.

1 comentario:

Alguien dijo...

"Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.

Ingmar Bergman